En esta
etapa se presenta mayor dominación en el vocabulario, movimientos e
imaginación. Estos tres aspectos les permiten adentrarse en el mundo de los
adultos, por lo que son llamados en esta etapa como “intrusos”. Los niños se introducen
al mundo de la imaginación, llegando a ser todo lo que se imaginan ser y
convirtiéndose esta imaginación en una clave para entender esta etapa.
Un
elemento importante y crítico a tener en cuenta en esta edad es el manejo de la
culpa, que se deriva de la facultad de
conciencia que se empieza a adquirir. Por ejemplo, se sabe que algo no está
bien, aunque nadie lo diga. Y en muchas ocasiones no se depende de la opinión
pública (vergüenza) para saber que algo no está bien. Hay que tener en cuenta que
los niños son hipersensibles a la culpa, se sienten culpables y responsables
por cosas que no tienen que ver con ellos: separación de los padres, muerte de
algún familiar o nacimiento de algún hermano.
Debido a
dicho exceso de sensibilidad, los niños que son tildados de “niños malos”,
pueden llegar al desprecio de sí mismos (daño en su valoración). Esto pasa
porque el niño en esta edad es incapaz de distinguir entre su persona (que es
etiquetada como “mala”) de una acción suya que es mala. Siempre que los niños
perciban una crítica o un castigo, el resultado va a ser una culpabilidad
dañina y enfermiza, es decir, se odia el pecado pero también se odia al
pecador; a diferencia de una culpa sana que deriva en que el niño “odie el
pecado, pero ame al pecador”.
Por el
miedo al castigo y por la culpa enfermiza se puede cambiar el comportamiento de
un niño, pero no al niño, quien no se sentirá digno de ser amado: “Sólo el amor lo puede hacer digno de amor”.
Esto se evidencia cuando el niño se siente incapaz de ser amado y
simultáneamente siente una culpa enfermiza sobre su identidad. Algunas de las
manifestaciones de la culpa enfermiza de un niño es la rabia hacia sí mismo
(odio reprimido) o contra los demás (odio a sí mismo proyectado a otra
persona); ocasionando un signo para estos odios reprimidos, que va desde la
depresión hasta el perfeccionismo.
Analizando
esos dos estados, en el de la depresión, con su melancolía y desgano, el niño
no trata de esconder ese odio a sí mismo. Mientras que en el perfeccionismo, el
niño trata de hacer las cosas tan perfectas, con la esperanza de poder esconder
ese odio, para sentirse bien consigo mismo. Dicho perfeccionismo lo convierte en un fariseo que busca cumplir la
letra de modo que el niño, e inconscientemente el padre castigador, pueda de
nuevo amarlo. El cuerpo agotado del perfeccionista (manejado por la culpa
enfermiza), llega a somatizar, mientras que su espíritu puede ser víctima de
escrúpulos, sobre todo en materia sexual o del trabajo cotidiano. De esta manera,
si el odio del niño se vuelve contra los demás, el objetivo será el papá o
cualquiera que lo haya castigado y una vez crezca, será un castigador,
especialmente de sus propios hijos.
Es
importante creer que el castigo no sólo afecta las
relaciones del niño con sus padres, sino también sus relaciones con Dios. Es
aquí donde surge en el niño la imagen de un Dios castigador. Por consiguiente,
cuando sea un adulto obrará más por miedo al castigo que por amor o convicción,
debido a que cualquier cosa que origine culpa, limita también la iniciativa.
Otro punto
que emerge en esta etapa es el deseo del niño de ser como sus padres. Esto se
ejemplifica cuando en una familia estable la mamá descubre el papá al niño y el
papá revela a la mamá. De aquí se desprende el hecho de que en todas las
iniciativas de juego, se alberga la esperanza de ser como papá o mamá.
Psi.
Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite
Director
General Areté.
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