1. Aproximándonos al tema
¿Qué
significa ser maduros afectivos? ¿Cómo podemos avanzar en nuestra propia
madurez afectiva? Son dos de las muchas preguntas
que nos hacemos cuándo escuchamos la palabra afectividad o cuándo se nos dice
que vamos a desarrollar el amplio tema de la madurez afectiva.
Lo
primero que tenemos que hacer es definir o acercarnos al concepto de
afectividad. ¿Qué es la afectividad?.
El
psiquiatra español en su libro los lenguajes del deseo dice lo siguiente:
“Es el modo en que somos impactados internamente
por las circunstancias que se producen a nuestro alrededor. Es en la intimidad
de la persona donde esto resuena, en la sacralidad de cada uno. La afectividad
es un universo emotivo formado por un sistema complejo de sentimientos,
emociones, pasiones, motivaciones, ilusiones y deseos. Cada uno tiene una
geografía particular, pero su contenido se entrecruza, se combina, mezclándose,
formando uniones lógicas y caprichosas que requieren ser estudiadas con rigor
para adentrarnos en la selva espesa de la semántica afectiva”.
Rojas
afirma que la afectividad está constituida por cinco vertientes.
En
primer lugar lo físico; todas las manifestaciones afectivas tienen una
resonancia somática, física, fisiológica aunque la diversidad en cantidad y
calidad es muy variada. La máxima intensidad se da en las emociones y la mínima
en los estados de ánimo y los sentimientos.
La
segunda vertiente es la psicológica se refiere a las vivencias y
experiencias interiores que dejan huella en nuestras existencias y en nuestras historias personales.
Nuestra
afectividad se manifiesta en nuestro exterior a través de nuestras conductas y
comportamientos; es la tercera vertiente.
La
cuarta vertiente es la cognitiva, puesto que normalmente tras las emociones o
sentimientos existen pensamientos, cogniciones, ideas y conceptos.
Rojas
afirma que la quinta vertiente es la asertiva refiriéndose a las habilidades sociales,
es decir, a la capacidad de relacionarnos con los otros. El ser humano vuelca sus afectos, emociones y
sentimientos a los demás. También es posible que bloquee o no exprese
adecuadamente dichos afectos y emociones.
Desde
la mirada integral del ser humano no podemos olvidarnos de la dimensión espiritual
que tiene también la afectividad.
La
persona humana posee una dimensión espiritual. No es solo cuerpo y alma. El
hombre es capaz de buscar y relacionarse con el ser supremo y con los valores
trascendentales. El ser humano posee la capacidad de amar y ser amado. En lo
más profundo de su ser tiene la capacidad de entregarse y servir a los demás,
de amarse a sí mismo y de relacionarse con la naturaleza.
2.
¿Qué es la madurez afectiva?
Con
lo dicho anteriormente vemos entonces que la afectividad no es solamente algo
psicológico sino que implica a todo ser humano como ser integral que posee tres
dimensiones; la corporal, la psicológica y la espiritual. El ser humano es
unidad inseparable bio-psico-espiritual. Cuando hablamos de madurez afectiva
estamos hablando de la armonía y maestría personal que existen en las 6
vertientes o dimensiones anteriormente mencionadas: física, psicológica,
conductual, cognitivo, asertivo y espiritual. En este contexto estamos hablando
de la armonía entre la inteligencia (mente), afectividad (corazón) y voluntad
(acción).
La
Madurez afectiva implica que la persona despliegue
sus dones y capacidades, amando a Dios, a sí mismo y a los demás.
Este
tema hoy en día es muy importante; vemos mucha gente deprimida, triste, sin un
sentido en su vida. Hoy en día se ven muchas distorsiones afectivas o
desordenes emocionales o incluso desviaciones sexuales que como sabemos pueden
tener su raíz en lo afectivo.
El
maduro afectivo es el que se conoce a sí mismo; el que puede responder la
pregunta sobre la propia identidad en el día a día.
Por
otro lado es el que vive la libertad y
la autenticidad, es decir, el que no es esclavo de nada ni de nadie. A veces
somos esclavos de nuestras emociones o sentimientos o del que dirán, de la
opinión de otros. Vivimos muy pendientes
de la valoración de otros. No es raro que haya quienes son esclavos del juego,
sexo, alcohol o drogas. Estas adicciones se generan muchas veces en medio de
carencias y vacios afectivos.
El
maduro afectivo es el que decodifica adecuadamente sus dinamismos y necesidades
fundamentales, ama a Dios teniendo una vida espiritual intensa y cotidiana,
vive en presencia de Dios, piensa como el Señor, se acepta, valora y ama a sí
mismo, ama a los demás comunicándose con ellos, teniendo amigos, es el que se
realiza en el apostolado de la vida cotidiana. Importante comprender el
apostolado como “Sobreabundancia de amor”.
La
madurez afectiva me lleva a vivir y desplegar adecuadamente mis emociones y mis
sentimientos: “Yo no soy solo mis emociones y sentimientos”.
Hoy
en día vivimos muchas veces esclavos de lo sentimental o emocional,
olvidándonos que la mente o razón es la llamada a regir nuestros sentimientos y
emociones.
Vivimos
también muchas veces esclavos del capricho, mimo o engreimiento, haciendo lo
que nos provoca, solamente lo que nos gusta y nos olvidamos que es importante
regirse por valores o principios.
La
madurez afectiva me conduce a vivir con un amor centrado en el Señor, viviendo
mi sexualidad y genitalidad según el Plan de Dios de acuerdo a la vocación a la que he sido convocado.
El
sexo no es un instinto ciego, ni algo incontrolable, es una tendencia que yo
puedo manejar, controlar, encausar y encaminar. No somos animales que no pueden
controlar sus instintos ciegos. La sexualidad y la genitalidad son posibles
ordenarlas y adecuarlas al Plan de Dios. Es un tema de madurez, de armonía, de
señorío de sí mismo, de control, de fuerza de voluntad, en última instancia de
amor a Dios y a uno mismo.
3.
Factores determinantes para una madurez afectiva:
Es
preciso reconocer que, aunque distintos
factores biológicos y psicológicos juegan un papel importante, la familia es el factor más determinante en
el desarrollo del mundo afectivo de la persona. Podemos afirmar que las
carencias afectivas, por exceso o por defecto, afectan a la conducta
humana.
Uno
lo ve en la práctica profesional como psicólogo. Cuando uno atiende a una
persona, rápidamente se da cuenta si viene o no de una familia disfuncional.
Los
padres educan (o maleducan) en la afectividad a través de las interacciones entre sí mismos y a través
de las interacciones con sus hijos.
Los sentimientos básicos de cada persona tienen
mucho que ver con lo que ha percibido en los sentimientos de sus padres. Ahora
bien: ¿los padres educan sentimentalmente? Sí, aunque no con nuevas estrategias
o nuevas habilidades, sino con el modo en el que expresan y acogen los
sentimientos propios y ajenos.
El
mundo afectivo está inmerso en cada persona desde el momento de su nacimiento. Se
establece progresivamente a partir de un “clima afectivo “aportado por los
padres inicialmente en el seno de la familia y complementado o ampliado por las
relaciones educativas, sociales, laborales, del medio cultural en que se
desarrolla la actividad personal.
La
estabilidad o madurez afectiva requiere de una armonía entre el sentimiento y
la razón.
Cuando
existe un predominio de lo racional, en detrimento de la parte afectiva, el
resultado puede ser una personalidad fría, calculadora, incapaz de darle cabida
a los lazos afectivos. Por el contrario, cuando predomina la parte afectiva y
no interviene la razón, se desarrolla una personalidad extremadamente sensible
que dificulta al individuo ver los acontecimientos de su vida
de una manera objetiva.
Para
alcanzar la madurez afectiva es necesario tener autoconocimiento, auto
aceptación y autocontrol. Si uno no se conoce a sí mismo, no se está en
disposición de conocer a los demás. Si no se aceptan las propias limitaciones y
cualidades, tampoco se puede aceptar la de los otros, y si no se tiene la capacidad de autodominio,
no se pueden desarrollar relaciones afectivas sanas.
Una
persona no necesariamente “nace” inseguro. La inseguridad
se “aprende” en el ambiente social de la persona. La seguridad
es una consecuencia del nivel de recta valoración de sí mismo o recto amor a
uno mismo. Esta se construye desde la
infancia a partir de las comparaciones con los demás y de las reacciones de los
demás hacia uno mismo.
Quienes
tienen un mayor impacto en el desarrollo de seguridad en el niño son las personas afectivamente más cercanas; los
padres, hermanos, los familiares,
profesores y los compañeros de escuela. Éstos pueden “potenciar o
disminuir el sentimiento de seguridad”.
Por ejemplo, un niño que experimenta la ruptura conyugal de sus padres tendrá mayores posibilidades de
crecer con falta de seguridad.
La
persona que tiene problemas de apego o vínculo es comúnmente insegura.
Cuando
encuentra una relación que le ofrece un sentido de valía personal, el inseguro
tiende a desarrollar una relación de dependencia excesiva. A menudo, el
inseguro se siente atraído por personas tan inseguras como él o ella misma.
El
resultado es una relación frágil,
inestable, y por lo general, de corta duración.
Para
poder alcanzar una estabilidad afectiva es esencial que exista una permanencia en los lazos afectivos.
El
ser humano necesita crecer en un hogar donde existan un padre y una madre que
lo amen y que se amen entre sí. La estabilidad en el matrimonio es
esencial para el bienestar del hijo y de
la pareja.
4.
Conclusión:
El
amor es el motor de la existencia humana y es el primer “sentimiento” que
conoce el niño después de nacer.
Somos
creados para amar sin límites, sin embargo por diversas causas muchas veces
vivimos en medio de la inmadurez y desequilibrio afectivo y emocional.
Se
trata de volver sobre nosotros mismos, de conocernos, entendernos, de
descubrirnos y aceptarnos. En la medida que me conozca y acepte me voy a
valorar y en la medida que me valore me voy amar, de esa manera me iré
disponiendo para amar adecuadamente a los que me rodean.
Se
trata entonces de madurar integralmente
como personas humanas, como cristianos y en nuestra vocación
particular.
La
madurez humana y cristiana es integral y parte de nuestra opción radical por el
Señor Jesús, surge de nuestro amor al Único maestro.
Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite
Psicólogo.
Director
General del Centro Areté