viernes, 24 de julio de 2015

Humildad y confianza


Son dos virtudes que ayudan eficientemente para avanzar en el proceso de reconciliación personal. Se trata de reconocer que se necesita de Dios y su gracia para avanzar y crecer en su santificación y en la apertura al don de la reconciliación en las existencias. 

Por ejemplo, vivir la humildad es reconocer todo lo bueno que hay en la vida: las cualidades, lo bien que puede llevarlas ponerlas al servicio de los demás, como un don de Dios; de alegrarse del bien que está presente en la vida, pero sin “bajar la guardia” ante lo que podría alimentar un orgullo más o menos consciente. El humilde no se desanima porque tiene confianza en Dios y una sana desconfianza en sí mismo. Otro aspecto importante de la humildad es la aceptación honesta, tal y como es. Como dice Santa Teresa, “Humildad es andar en verdad”, esto consiste en  reconocer y aceptar al Ser humano tal como es. Se trata de aceptar la historia personal, la familia que Dios le regaló, la vocación que Dios le dio, la comunidad y la espiritualidad a la que le llamó, los amigos que tiene, etc.

Lo mencionado anteriormente se evidencia hoy en día, cuando no es raro que casi sin darse cuenta la persona se cree “la víctima de las circunstancias”. Con esto se quiere decir que lo más fácil es echarle la culpa a la familia, al superior, al profesor, al amigo, al hermano, al padre ausente, a la madre sobreprotectora, de las cosas que le suceden antes de asumir la responsabilidad de los propios actos. Y es que hoy  está  muy difundida la victimización, el creerse y hacerse las víctimas de los otros y de las circunstancias. En el fondo, no se está aceptando que las cosas sucedieron, que se dieron así, que hay cosas que no se pueden controlar. También son muchas las veces que no acepta que actué de tal o cual manera y no se responsabiliza de los actos.

Se trata también de aprender a confiar en Dios, sabiendo que existe un designo Divino y que por alguna razón suceden las cosas; por alguna razón Dios permite que pasen las cosas, porque hoy en día pareciera que no fuera tan fácil cultivar la confianza en Dios, su plan y en su divina providencia. Por ejemplo, hace un tiempo en un viaje a los Estados Unidos, tenía que llegar a tres ciudades distintas a dar charlas y talleres. Cuando terminaba las cosas que tenía que hacer en la primera ciudad sobrevino una tormenta de nieve que impidió que llegara a la otra ciudad y, por tanto, no llegaría a una charla y a una entrevista. Podía percibir en ese momento que el Señor me decía: “No es tu Plan, es el mío”, “No es lo que tú quieres hacer, es lo que yo quiero”. Así que permanecí asombrado de la providencia de Dios. Estuve muy alegre de percibir la pedagogía de Dios, educándome en aprender a confiar cada día más en él y su Plan. Percibí que Dios me invitaba a abrirme a su paternidad providente y es que Dios siempre sale a  nuestro encuentro aunque muchas veces yo no me dé cuenta. Es importante descubrir y abrirse a la paternidad de Dios en mi vida, para que de esa manera crezca en amor y confianza en Él.

En este momento, sería muy bueno que usted, lector, se cuestione y pregunte sobre su relación con Dios Padre. A veces se acostumbra a establecer una relación con Jesucristo y se deja de lado al Dios Padre y, en muchos casos, también al Espíritu Santo vivificador. Dios es el Padre providente, amoroso, tierno, dulce, el cual sale constantemente al encuentro, para amar una y otra vez.

Todos tienen un padre y una madre. Está inscrito en el Plan de Dios que se tenga unos padres determinados. No se eligen, sino que ellos son el medio por el cual se ha sido engendrado, los padres son la imagen de Dios Padre para cada uno, quiera o no, y la relación que se tiene con los padres ayuda a reflexionar sobre la relación con Dios Padre. Cada uno sabe muy bien cómo es su padre y madre  y cómo se ha relacionado con él o ella, no es ajeno para ellos haber vivido relaciones difíciles con sus padres, donde ha habido indiferencias, maltratos, faltas de atención: o bien una severidad y dureza excesivas. Los padres biológicos también son hombres y mujeres frágiles y heridos.

Humberto Del Castillo Drago
Sodálite
Psicólogo
Director General de Areté

viernes, 3 de julio de 2015

La recta valoración y afectividad


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Los dinamismos complementarios de permanencia y despliegue se expresan, psicológicamente, en las necesidades de seguridad y significación que son constitutivas de la persona y complementarias entre sí.

La necesidad psicológica de significación es la expresión de la aceptación de sí, valoración personal y amor. Corresponde a la necesidad de otorgarle sentido a lo que se hace cotidianamente para descubrir su proyección trascendente. Está vinculada profundamente al despliegue y es su expresión psicológica más auténtica, porque en ella se vive la aceptación de sí mismo que vuelca a desarrollar sus potencialidades en el amor  cristiano hacia los demás. Sin embargo, cuando esta necesidad no se satisface, se suele producir en la persona una experiencia  de sinsentido y, poco a poco, se percibe como alguien que no merece ser amado, pensando erradamente  o que nadie ama a alguien que no vale. Esa es justamente la sensación que la persona proyecta cuando no satisface esta necesidad.

De esta manera, el hombre contemporáneo normalmente trata de satisfacer ambas necesidades con cosas inferiores a su dignidad de persona, es como ponerse unos zapatos dos tallas más pequeñas. Quien pretende encontrar seguridad y significación en el placer o el mero bienestar de hacer siempre su gusto; en el tener cosas y fama; en el dominio que pueda ejercer sobre los demás y realmente cree que será feliz así; terminará negando su propia dignidad y la de los demás. Sólo verá en ellos unos objetos capaces de darle placer, admiradores sin rostro, ocasiones de ser alabado o seres inferiores a él. Quien vive así no se conoce a sí mismo, no se acepta, no se ama, vive sometido a la tiranía de sus pasiones desordenadas y se ha hecho literalmente esclavo de ellas; porque ha dejado de verse a sí mismo como persona, mutilando su corazón y su mente.

Es importante entender que el amor y la afectividad tienen mucho que ver con la recta valoración de sí mismo, debido a que tanto la afectividad como la  recta valoración de sí son procesos que tienen que ver con el otro y con el mundo. Son dos caras de la misma moneda, puesto que la afectividad mira más a las emociones y sentimientos, es decir, al sentir, al experimentar, a la inmediatez; mientras que la valoración de sí mismo se refiere a la identidad, a la integración, al sentido de la vida o existencia, etc. Pero no se excluyen sino que se complementan, se integran, son interdependientes y se explican mutuamente.

Ahora bien, no puede existir positiva madurez afectiva sin una recta valoración de sí mismo; como no puede existir un rector amor de sí mismo sin una positiva madurez afectiva que haga sentir y percibir a la persona aceptada, amada y segura. Por eso, es menester tener una valoración objetiva, real, espiritual y auténtica de sí mismo; para que la persona no se quede encerrada en ella misma, pudiéndose abrir al mundo, a los demás y a Dios. Inicialmente, ambos procesos se entrelazan al final del primer año de vida, y en ambos tiene un papel decisivo la relación de apego o vínculo a la “figura materna”.

Humberto Del Castillo Drago
Sodálite
Psicólogo

Director General de Areté