Los dinamismos complementarios de permanencia y despliegue se expresan, psicológicamente, en las necesidades de seguridad y significación que son constitutivas de la persona y complementarias entre sí.
La necesidad
psicológica de significación es la expresión de la aceptación de sí, valoración
personal y amor. Corresponde a la necesidad de otorgarle sentido a lo que se
hace cotidianamente para descubrir su proyección trascendente. Está vinculada
profundamente al despliegue y es su expresión psicológica más auténtica, porque
en ella se vive la aceptación de sí mismo que vuelca a desarrollar sus
potencialidades en el amor cristiano
hacia los demás. Sin embargo, cuando esta necesidad no se satisface, se suele
producir en la persona una experiencia
de sinsentido y, poco a poco, se percibe como alguien que no merece ser
amado, pensando erradamente o que nadie
ama a alguien que no vale. Esa es justamente la sensación que la persona
proyecta cuando no satisface esta necesidad.
De esta
manera, el hombre contemporáneo normalmente trata de satisfacer ambas
necesidades con cosas inferiores a su dignidad de persona, es como ponerse unos
zapatos dos tallas más pequeñas. Quien pretende encontrar seguridad y
significación en el placer o el mero bienestar de hacer siempre su gusto; en el
tener cosas y fama; en el dominio que pueda ejercer sobre los demás y realmente
cree que será feliz así; terminará negando su propia dignidad y la de los
demás. Sólo verá en ellos unos objetos capaces de darle placer, admiradores sin
rostro, ocasiones de ser alabado o seres inferiores a él. Quien vive así no se
conoce a sí mismo, no se acepta, no se ama, vive sometido a la tiranía de sus
pasiones desordenadas y se ha hecho literalmente esclavo de ellas; porque ha
dejado de verse a sí mismo como persona, mutilando su corazón y su mente.
Es
importante entender que el amor y la afectividad tienen mucho que ver con la
recta valoración de sí mismo, debido a que tanto la afectividad como la recta valoración de sí son procesos que
tienen que ver con el otro y con el mundo. Son dos caras de la misma moneda,
puesto que la afectividad mira más a las emociones y sentimientos, es decir, al
sentir, al experimentar, a la inmediatez; mientras que la valoración de sí mismo
se refiere a la identidad, a la integración, al sentido de la vida o
existencia, etc. Pero no se excluyen sino que se complementan, se integran, son
interdependientes y se explican mutuamente.
Ahora bien,
no puede existir positiva madurez afectiva sin una recta valoración de sí
mismo; como no puede existir un rector amor de sí mismo sin una positiva
madurez afectiva que haga sentir y percibir a la persona aceptada, amada y
segura. Por eso, es menester tener una valoración objetiva, real, espiritual y
auténtica de sí mismo; para que la persona no se quede encerrada en ella misma,
pudiéndose abrir al mundo, a los demás y a Dios. Inicialmente, ambos procesos
se entrelazan al final del primer año de vida, y en ambos tiene un papel
decisivo la relación de apego o vínculo a la “figura materna”.
Sodálite
Psicólogo
Director
General de Areté
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