martes, 31 de mayo de 2016

Adulto maduro: de los 40 a los 55 años

 

En esta etapa, normalmente, el futuro aparece cada vez más como barrera, mas no como horizonte abierto, ahora el proyecto de vida es lo previamente creado, conocido, aquello que sabemos que da de sí. No se trata de conquistar ya la realidad, sino de aceptarla, porque ha impuesto ya su ley, la de la limitación a nuestros deseos (Garrido, 1997).

En el ciclo vital anterior, la crisis del realismo ha desconcertado a la persona, pero en éste se ha exacerbado y, de nuevo, como en una segunda adolescencia, el hombre maduro se siente confuso, inseguro, desilusionado. Aparece entonces la crisis de reducción que no consiste en no alcanzar los ideales, sino en el sentido de haberse propuesto tales ideales, debido a que en este momento se cierra o delimita el proyecto de vida a lo alcanzado y empiezan ciertas reducciones en las dimensiones de la vida, salud, relaciones humanas, protagonismo social.

De manera que la esperanza, hecha confianza en sí y experiencia de fe, se siente amenazada por la ambigüedad radical con que uno percibe el propio obrar, porque tiende a relativizarse todo lo pensado, querido y trabajado, porque la muerte antes ignorada, comienza a revelarse tremendamente real.

Según Erikson (1985) alcanzar insatisfactoriamente la etapa de generatividad, da lugar a un empobrecimiento personal. En este momento, si el individuo siente que la vida es monótona y vacía, que simplemente transcurre el tiempo y envejece sin cumplir sus expectativas, quiere decir que ha fracasado en las habilidades personales para hacer de la vida un flujo siempre creativo de experiencia. También puede que las personas se sientan apáticas y cansadas, a diferencia de las personas generativas que encuentran significado en el empleo de sus conocimientos y habilidades para su propio bien y el de los demás; a ellas, por lo general, les gusta su trabajo y lo hacen bien.

Lo más significativo a esta edad, son los rasgos de la persona que ya están configurados. Aunque los ojos mantengan un aire juvenil y hasta ingenuo, ciertas arrugas, ciertos rasgos en la frente o alrededor de los gestos, definen una vida entera. De este modo, se experimenta la decadencia bio-psíquica y se empieza a experimentar que la salud ya no es tan buena como antes, es decir, la sensación de declive es inevitable. Algunos factores que evidencian esta situación, por ejemplo, son la menopausia en la mujer y la andropausia el hombre, donde el declinar biológico es, con frecuencia, el desencadenante de la crisis existencial y probablemente la persona se sienta enferma, disminuida y más frágil.

Ps. Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite
Director General de Areté.


viernes, 27 de mayo de 2016

Adulto joven: Entre los 25 y 40 años

 

Entorno a los 25 años se toman las decisiones grandes de la vida. En esta etapa la persona tiene un proyecto estable de vida, asumido no como un adolescente producto de sueños e ideaciones poco objetivas, sino con un proceso de fundamentación y madurez. La persona está invitada a vivir sus aspiraciones, porque es tiempo de iniciativas, asumir responsabilidades, crear vínculos afectivos propios (hijos, ámbitos profesionales, vocación a la vida religiosa o consagrada) y además, tener la sensación de vivir a tope, es decir, sumergido en la actividad (Garrido, 1997).

¿Cómo se da el ciclo vital en estos años? se recogen en él los frutos de años anteriores. Sin embargo, en este momento el adulto joven no mira hacia atrás. Es una etapa de vitalidad y confianza en el futuro. Además, el trabajo adquiere la importancia que le corresponde como ámbito de realización y valoración social; el hecho de amar adquiere una densidad especial, más profunda y madura para ligar la entrega y donación de sí.

No obstante, cuando uno ha fundamentado mal su opción, puede sentirse desbordado por la realidad y eso genera diversas reacciones: inhibición ante las responsabilidades; choque ante la complejidad de un mundo para el que no había sido preparado; pérdida del sentido religioso; incapacidad para asumir nuevos roles afectivos.

La dinámica de esta fase cambia según las experiencias configuradoras, es decir, según el proyecto realmente vivido, porque hasta esta edad existen, sin duda, experiencias que marcan el modo de ser y de vivir de la persona. Pero la experiencia configuradora es la que hace que el adulto sienta la realidad como suya, por eso necesita tiempo y es necesario que haya gozado y sufrido, amado y odiado. En este momento, el tiempo ha de ser experimentado como duración y concentración.

El ritmo vital cambia según va acercándose a los 40 años, en donde habrá ambigüedades que se presentan en el camino: al principio sensación global de despliegue y luego de confrontación. Al principio, la persona se caracteriza por una esperanza arriesgada y luego es más calculadora. Al principio, se tiene un proyecto apostólico optimista, luego, el mundo se resiste demasiado; al principio, el amor es audaz, entusiasta, pero luego es más fiel y más verdadero; al principio, se lleva a cabo la oración y acción de la mano, luego, activismos y tensiones; al principio, visiones globales y luego, importa más lo cotidiano.

En esta etapa se da el inicio de la crisis del realismo que empieza aproximadamente a los 35 años, esta crisis compromete el fundamento de la vida. Consiste en darse cuenta de que el mundo en que hemos intentado hacer real nuestro proyecto de vida, no se amolda ni se amoldará jamás a nuestros planes y deseos (Garrido, 1997). Entendiendo por mundo, aquel conjunto de realidades en torno a las cuales se ha configurado mi historia y he puesto mis seguridades; es allí donde he puesto mi esperanza en el caso del no creyente, y a lo que me he entregado. Este mundo del que hablamos, puede ser  el mundo de lo interpersonal, la vida entregada a Dios o la obra en que me he sentido realizado,  la conquista de la perfección moral o sacar adelante una familia no es muy común.

¿Cómo salir de esta crisis de realismo? Es peligrosa la tentación de leer la propia historia en clave de idealismo inmaduro. Pero si se es creyente y se ha tenido la experiencia fundante de la Gracia de Dios, la luz interior lleva a no perder la paz en este momento. Por el contrario, si no se ha tenido esta experiencia, la crisis puede ser aguda, mientras que la persona se queda estancada en un talante adolescente, o desplaza la fe hacia la prudencia sabiamente egoísta, o reconoce que es el momento propicio para la experiencia apremiante de la Gracia.


Ps. Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite
Director General de Areté.


viernes, 20 de mayo de 2016

Juventud: De los 18 a los 24 años

 

En esta etapa las capacidades físicas e intelectuales alcanzan su máximo rendimiento, se inicia y termina la carrera profesional, en donde sentirse productivo alcanza una gran satisfacción que influye en la configuración de su propia identidad.

Erikson (1985) califica este periodo como etapa de la intimidad, porque se trata de la capacidad de amar, entregarse y construir un proyecto de vida, es una época en la que se crean  vínculos sociales más estables, activos, y el fruto de esta etapa resuelta es el amor (Garrido, 1997).

Existe una búsqueda de identidad definitiva que caracteriza a esta etapa en el joven, abarcando dimensiones psicosociales, existenciales y espirituales. Esto se manifiesta cuando la persona está más madura para responder a la pregunta por la propia identidad: ¿Quién soy?, lo cual implica muchas veces una crisis de autoimagen, de ideal del yo que comienza a resquebrajarse. No es raro que en esta etapa se desencadene la crisis de autoimagen y salten en pedazos los proyectos del pasado adolescente y la sensación de ansiedad hace que el joven quiera tener una respuesta inmediata respecto a su futuro (Garrido, 1997).

Lo normal es que lo anterior suceda por la confrontación que tiene con la realidad, cuando tiene que salir a la calle y dialogar con otros modelos ideológicos; cuando la relación de pareja obliga a desenmascarar zonas no conocidas de su personalidad -hasta entonces bien resguardadas-; cuando algún acontecimiento rompe los sistemas de seguridad del joven, frágiles casi siempre o simplemente porque llega la edad de tomar decisiones y asumir un rol activo y estable en la sociedad.

Otra característica de esta etapa está constituida por una dimensión existencial más compleja, puede haber preguntas como: ¿Qué quiero ser? o ¿Estoy contento con lo que soy? ¿Estoy tomando mi vida en mis manos o me refugio en falsos sistemas de seguridad que construyo? ¿Qué realidades de mi persona son mías y cuales he ignorado o negado? ¿Por qué me cuesta ser coherente con lo que pienso, siento y hago? Se supone que un joven creyente tiene un ideal, pero con frecuencia enmascara la falta de identidad personal, debido a que en lugar de fundamentar su vida en la verdad de ser él mismo, se aferra al ideal como auto-justificación o proyección ilusoria de deseos infantiles. Es como si, inconscientemente, hubiese tomado la decisión de no llegar a adulto, es decir, de no aceptar su propia libertad en confrontación con la realidad.

Por último, Erikson (1985) atribuye dos virtudes importantes a la persona que se ha enfrentado con éxito al problema de la intimidad: afiliación (formación de amistades) y amor (interés profundo en otra persona). En caso de no desarrollar ninguna de estas aptitudes y optar por evitar la intimidad, temiendo el compromiso y las relaciones, se conduce al aislamiento, a la soledad, y en ocasiones, a la depresión.

Ps. Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite
Director General de Areté.