Entorno a los 25 años se toman las decisiones grandes
de la vida. En esta etapa la persona tiene un proyecto estable de vida, asumido
no como un adolescente producto de sueños e ideaciones poco objetivas, sino con
un proceso de fundamentación y madurez. La persona está invitada a vivir sus
aspiraciones, porque es tiempo de iniciativas, asumir responsabilidades, crear
vínculos afectivos propios (hijos, ámbitos profesionales, vocación a la vida
religiosa o consagrada) y además, tener la sensación de vivir a tope, es decir,
sumergido en la actividad (Garrido, 1997).
¿Cómo se da el ciclo vital en estos años? se
recogen en él los frutos de años anteriores. Sin embargo, en este momento el
adulto joven no mira hacia atrás. Es una etapa de vitalidad y confianza en el
futuro. Además, el trabajo adquiere la importancia que le corresponde como ámbito
de realización y valoración social; el hecho de amar adquiere una densidad
especial, más profunda y madura para ligar la entrega y donación de sí.
No obstante, cuando uno ha fundamentado mal su
opción, puede sentirse desbordado por la realidad y eso genera diversas
reacciones: inhibición ante las responsabilidades; choque ante la complejidad
de un mundo para el que no había sido preparado; pérdida del sentido religioso;
incapacidad para asumir nuevos roles afectivos.
La dinámica de esta fase cambia según las
experiencias configuradoras, es decir, según el proyecto realmente vivido,
porque hasta esta edad existen, sin duda, experiencias que marcan el modo de
ser y de vivir de la persona. Pero la experiencia configuradora es la que hace
que el adulto sienta la realidad como suya, por eso necesita tiempo y es
necesario que haya gozado y sufrido, amado y odiado. En este momento, el tiempo
ha de ser experimentado como duración y concentración.
El ritmo vital cambia según va acercándose a los 40
años, en donde habrá ambigüedades que se presentan en el camino: al principio
sensación global de despliegue y luego de confrontación. Al principio, la persona se caracteriza por
una esperanza arriesgada y luego es más calculadora. Al principio, se tiene un
proyecto apostólico optimista, luego, el mundo se resiste demasiado; al
principio, el amor es audaz, entusiasta, pero luego es más fiel y más
verdadero; al principio, se lleva a cabo la oración y acción de la mano, luego,
activismos y tensiones; al principio, visiones globales y luego, importa más lo
cotidiano.
En esta etapa se da
el inicio de la crisis del realismo que empieza aproximadamente a los 35 años, esta crisis compromete el
fundamento de la vida. Consiste en darse cuenta de que el mundo en que hemos
intentado hacer real nuestro proyecto de vida, no se amolda ni se amoldará
jamás a nuestros planes y deseos (Garrido, 1997). Entendiendo por mundo, aquel conjunto de realidades en
torno a las cuales se ha configurado mi historia y he puesto mis seguridades;
es allí donde he puesto mi esperanza en el caso del no creyente, y a lo que me
he entregado. Este mundo del que hablamos, puede ser el mundo de lo interpersonal, la vida
entregada a Dios o la obra en que me he sentido realizado, la conquista de la perfección moral o sacar
adelante una familia no
es muy común.
¿Cómo salir de esta crisis de realismo? Es
peligrosa la tentación de leer la propia historia en clave de idealismo
inmaduro. Pero si se es creyente y se ha tenido la experiencia fundante de la
Gracia de Dios, la luz interior lleva a no perder la paz en este momento. Por el contrario, si no
se ha tenido esta experiencia, la crisis puede ser aguda, mientras que la
persona se queda estancada en un talante adolescente, o desplaza la fe hacia la
prudencia sabiamente egoísta, o reconoce que es el momento propicio para la
experiencia apremiante de la Gracia.
Sodálite
Director General de
Areté.
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