viernes, 27 de mayo de 2016

Adulto joven: Entre los 25 y 40 años

 

Entorno a los 25 años se toman las decisiones grandes de la vida. En esta etapa la persona tiene un proyecto estable de vida, asumido no como un adolescente producto de sueños e ideaciones poco objetivas, sino con un proceso de fundamentación y madurez. La persona está invitada a vivir sus aspiraciones, porque es tiempo de iniciativas, asumir responsabilidades, crear vínculos afectivos propios (hijos, ámbitos profesionales, vocación a la vida religiosa o consagrada) y además, tener la sensación de vivir a tope, es decir, sumergido en la actividad (Garrido, 1997).

¿Cómo se da el ciclo vital en estos años? se recogen en él los frutos de años anteriores. Sin embargo, en este momento el adulto joven no mira hacia atrás. Es una etapa de vitalidad y confianza en el futuro. Además, el trabajo adquiere la importancia que le corresponde como ámbito de realización y valoración social; el hecho de amar adquiere una densidad especial, más profunda y madura para ligar la entrega y donación de sí.

No obstante, cuando uno ha fundamentado mal su opción, puede sentirse desbordado por la realidad y eso genera diversas reacciones: inhibición ante las responsabilidades; choque ante la complejidad de un mundo para el que no había sido preparado; pérdida del sentido religioso; incapacidad para asumir nuevos roles afectivos.

La dinámica de esta fase cambia según las experiencias configuradoras, es decir, según el proyecto realmente vivido, porque hasta esta edad existen, sin duda, experiencias que marcan el modo de ser y de vivir de la persona. Pero la experiencia configuradora es la que hace que el adulto sienta la realidad como suya, por eso necesita tiempo y es necesario que haya gozado y sufrido, amado y odiado. En este momento, el tiempo ha de ser experimentado como duración y concentración.

El ritmo vital cambia según va acercándose a los 40 años, en donde habrá ambigüedades que se presentan en el camino: al principio sensación global de despliegue y luego de confrontación. Al principio, la persona se caracteriza por una esperanza arriesgada y luego es más calculadora. Al principio, se tiene un proyecto apostólico optimista, luego, el mundo se resiste demasiado; al principio, el amor es audaz, entusiasta, pero luego es más fiel y más verdadero; al principio, se lleva a cabo la oración y acción de la mano, luego, activismos y tensiones; al principio, visiones globales y luego, importa más lo cotidiano.

En esta etapa se da el inicio de la crisis del realismo que empieza aproximadamente a los 35 años, esta crisis compromete el fundamento de la vida. Consiste en darse cuenta de que el mundo en que hemos intentado hacer real nuestro proyecto de vida, no se amolda ni se amoldará jamás a nuestros planes y deseos (Garrido, 1997). Entendiendo por mundo, aquel conjunto de realidades en torno a las cuales se ha configurado mi historia y he puesto mis seguridades; es allí donde he puesto mi esperanza en el caso del no creyente, y a lo que me he entregado. Este mundo del que hablamos, puede ser  el mundo de lo interpersonal, la vida entregada a Dios o la obra en que me he sentido realizado,  la conquista de la perfección moral o sacar adelante una familia no es muy común.

¿Cómo salir de esta crisis de realismo? Es peligrosa la tentación de leer la propia historia en clave de idealismo inmaduro. Pero si se es creyente y se ha tenido la experiencia fundante de la Gracia de Dios, la luz interior lleva a no perder la paz en este momento. Por el contrario, si no se ha tenido esta experiencia, la crisis puede ser aguda, mientras que la persona se queda estancada en un talante adolescente, o desplaza la fe hacia la prudencia sabiamente egoísta, o reconoce que es el momento propicio para la experiencia apremiante de la Gracia.


Ps. Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite
Director General de Areté.


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