Es en este
primer período de la vida en que el niño se encuentra indefenso, porque su
sistema sensorio-motor está inmaduro y tiene un repertorio muy limitado de
aptitudes para enfrentarse a las exigencias de la vida; situación que lo pone
en absoluta dependencia con respecto a los mayores (Monge, 2004). Por su parte,
Erikson (1985) afirma que la tarea más importante de los padres consiste en
desarrollar confianza en esta etapa. Tanto el padre como la madre deben proveer
al recién nacido de un grado de familiaridad, consistencia y continuidad, para
que el niño desarrolle un sentimiento que le lleve a pensar que el mundo,
especialmente el mundo social, es un lugar seguro para estar, en otras
palabras, que las personas son de fiar y amorosas.
También, a través
de las respuestas paternas, el niño aprende a confiar en su propio cuerpo y las
necesidades biológicas que van con él. Esa confianza básica se adquiere por la
calidad del amor recibido, manifestado, por ejemplo, en la forma como de bebés
fuimos cargados y acariciados. El bebé es “lo que le dan”. De esta manera, si
el niño recibe amor en esta etapa, decidirá que el mundo es bueno y que se debe
confiar en él y en sí mismo. Por el contrario, si no recibe amor en esta etapa,
el bebé se volverá desconfiado y se refugiará dentro de sí mismo, apartándose
de toda relación. Desconfiará de sí
mismo, del mundo y de Dios, sintiéndolos y sintiéndose vacío y malo, lo que le
impedirá crecer y caminar hacia lo desconocido.
Entonces es importante en este tiempo revisar las actitudes de los
padres, saber si hay sobreprotección o, por el contrario, indiferencia. Debido a que los bebés pueden recordar e
integrar amor y gozo, tanto como angustia y traumas. Se trata de profundizar en
esta etapa y las siguientes con libertad y espontaneidad con el fin de avanzar
en el conocimiento personal.
Psi.Humberto Del Castillo Drago.
Sodálite.
Director General de Aretè.
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